domingo, 11 de febrero de 2018

El carnaval



Este fin de semana las calles se han llenado de gente que se ha dejado 20 euros en un puñado de tela de ínfima calidad y dudoso gusto. Los más detallistas han añadido algún accesorio de plástico comprado en su chino de confianza para dar ese toque “quiero y no puedo”. Si habéis leído el título de la entrada de esta semana, ya sabréis por dónde van los tiros.

Carnaval. Esa fecha en la que de pequeño me metían en una bolsa de basura, o un montón de cartulinas y la modificaban al gusto. No es que me odiaran especialmente, todo el colegio lo hacía: las bolsas azules podían convertirse en disfraces de CIELO, las blancas en disfraces de MUÑECOS DE NIEVE y las negras… las negras podían ser CUALQUIER COSA.

Al principio me encantaba Carnaval porque me podía disfrazar de cualquier cosa. Con el tiempo descubrí que me podía disfrazar de cualquier cosa cuando quisiera siempre y cuando encontrara una excusa válida. La gente está esperando que le propongan disfrazarse, y esa es la razón por la que ha cuajado tan rápidamente festividades como Halloween.

Disfraces con bolsas de basura: tercermundismo e ingenio hermanados.

Pero, tradicionalmente, carnaval ha sido una fecha muy relacionada con el calendario católico. Es cierto que desfases ha habido siempre. Los romanos eran muy profesionales en eso de hacer fiestas que harían palidecer a un estudiantes de Erasmus. De hecho, los romanos y los erasmus tienen mucho en común: sus destinos preferidos están por el Mediterráneo y a ambos les gustan las fiestas salvajes. Pero eso es otro tema. Ahora, carnaval.

La festividad de carnaval tiene una mezcla extraña de influencias, más o menos como la cocina de vanguardia. El cristianismo es famoso por ser 100% producto reciclado al incorporar una amalgama de costumbres de religiones contemporáneas a su fundación. Y muchos estudiosos han visto rasgos paganos en las celebraciones carnavalescas.

Carnaval en Río: lo que nos ahorramos en cristianismo nos lo gastamos en tetPERO BUENO.

O eso, o es que buscamos cualquier excusa para salir de fiesta y las razones, por pura estadística, se solapan. Quiero decir, una fiesta en la que todo el mundo se pone ciego a vino es fácilmente identificable con una bacanal dionisiaca romana, aunque no tenga nada que ver. Aunque tampoco es muy difícil, podrían establecerse paralelismos hasta con los botellones en el parque.
Pero me estoy yendo por las ramas, hablemos del carnaval.

El carnaval era un momento de desenfreno y disfrute antes de empezar la Cuaresma. Algo parecido a cuando vas a un buffet libre y minutos antes de irte te comes todo lo que ha cabido en el plato, pues igual. Porque Cuaresma no es que sea de las tradiciones más animadas y lúdicas que tiene el calendario cristiano.

Por cierto, para todos aquellos ateos descreídos, la Cuaresma es un periodo de cuarenta días en los que el cristiano de purifica mediante actos de penitencia y reflexión. Y eso incluye ayunar (en general) y no comer carne (en especial).

PLA-NA-ZO.

El periodo de carnaval comienza con el Jueves Lardero. Antiguamente, cuando los estratos sociales más bajos no podían permitirse comer carne, se permitían la “rebeldía” de comer carne el último jueves antes de Cuaresma, cantar, bailar y romper la monotonía disfrazándose de lo que no se era, como animales. Porque eran así de chungos. Ya habría tiempo de rigurosidad cristiana más adelante.

Con el descubrimiento de América y su posterior colonización, las tradiciones católicas arraigaron en todo el continente americano y se adecuaron a sus peculiaridades geográficas. Eso explica por qué los países con tradición cristiana protestante no presentan festividades carnavalescas hasta mucho más adelante.

Básicamente ese es el núcleo medieval de la celebración: comer carne y disfrutar un poco de la vida. En el Renacimiento, los italianos que son muy pijos, añadieron la costumbre de llevar máscaras para ocultar las identidades. Porque queda feo que el Ned Flanders de turno se cogiera un pedal enorme y acabara bailando desnudo en la plaza del pueblo. Gracias a las máscaras, su identidad estaba a salvo, como muy bien sabe Batman.

Carnaval veneciano: mitad buen gusto, mitad "joder que miedo".

Las máscaras y el buen gusto de los carnavales venecianos se convirtió con el paso del tiempo en suntuosos trajes completos. Esos carísimos trajes fueron imitados por sectores menos pudientes y pasaron a ser más sencillos. En el siglo XX se globaliza como una costumbre festiva y espectacular. Y ya los brasileños pusieron toda la carne en el asador, añadiendo “mujeres en tetas” a la mezcla.

En la actualidad esos trajes se han convertido “no voy a dejarme más de 20 euros en un traje de telilla de ínfima calidad que va a terminar manchado de calimocho y otros fluidos”.

Os lo habéis pasado muy bien este fin de semana, pero a partir de ahora, nada de carne hasta el Jueves Santo ¿estamos?



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