domingo, 7 de agosto de 2016

Hiroshima y Nagasaki



Tal día como ayer, pero en 1945, Japón recibía una dosis de democracia. Si bien esa dosis era de 16 kilotones y Japón se la tuvo que tomar por la fuerza.

Tenemos que situarnos en el final de la Segunda Guerra Mundial. Europa ya estaba más o menos pacificada. Berlín había capitulado en abril y en mayo lo había hecho Italia. El frente asiático, y concretamente Japón, seguía aguantando de manera terca pero consciente de que no podía continuar la guerra en solitario.

Pero Japón había cometido algunos excesos durante la ocupación de casi toda la Costa Pacífica. No había que derrotarlo, había que humillarlo y destrozarlo. Para que no volviera a dar mal al otro lado del charco y, sobre todo, que no volviera a pillar por sorpresa a Pearl Harbor. Toda precaución era poca para que no volvieran a hacer una película protagonizada por Ben Affleck.

A lo que íbamos. La Segunda Guerra Mundial estaba acabando y había que dar un puñetazo en la mesa de negociaciones, y Estados Unidos no se ha caracterizado nunca por negociar en desventaja. Además, los japoneses habían demostrado una resistencia fanática, prefiriendo la muerte a la derrota.

Hiroshima después de la bomba, El sueño húmedo de cualquier constructor español.

Se diseñó un plan para disuadir a Japón a que resistiera mucho más tiempo: un avión llegaba a una ciudad sin importancia y lanzaba una bomba atómica, repitiendo el proceso si fuera necesario. El equivalente en diplomacia internacional a crujirse los nudillos con cara de bruto en una discusión. La peor parte se la llevaron las casi 250.000 personas que murieron en los dos ataques nucleares.

El primer ataque fue en Hiroshima el 6 de agosto de 1945, lazada desde el bombardero B-29 “Enola Gay”. El segundo ataque fue tres días después en Nagasaki, lanzada desde su homólogo  “Bockscar”. La primera de ellas se llamaba “Little Boy”, la segunda “Fat Man”. Porque, por aquel entonces, una bomba nuclear era algo tan novedoso y espectacular que merecía tener nombre propio.




“Little Boy” explotó en el aire, canalizando un enorme cono de fuego hacia el suelo, que superó el millón de grados. Hiroshima, una ciudad de tercera, que no representaba una amenaza militar remarcable, desapareció en una bola de fuego. Para la red de comunicaciones japonesa se hizo el silencio en  toda la ciudad: no recibían ni emitían señales y, sin embargo, las pequeñas emisoras situadas unas decenas de kilómetros de Hiroshima lanzaban alarmantes mensajes.

Una bomba que no hacía distinciones entre civiles y militares, entre niños, mujeres o ancianos, que segaba todo rastro de vida humana, animal y vegetal; un horror de ese calibre, no estaba aún preparado para ser aceptado en la mentes de la época. A los japoneses les costó unas cuantas horas reaccionar y darse cuenta que una ciudad entera había desaparecido entre las cenizas.

Se dice que sólo las cucarachas sobreviven a una explosión nuclear, pero el turista alemán, acostumbrado a indecibles quemaduras en su piel, también es prácticamente inmune.

Apenas sin tiempo para digerir la tragedia de Hiroshima, la segunda bomba cayó en Nagasaki, otra ciudad sin importancia militar. El daño directo fue menor, dada la orografía del terreno, pero el daño en los años subsiguientes, fruto de la contaminación radiactiva, estuvo ahí-ahí con el de Hiroshima. Probablemente con una detonación hubiera bastado, pero Estados Unidos tiene una filia por las explosiones que solo iguala Michael Bay.

Japón había captado el mensaje y se apresuró a pedir una paz incondicional. El 12 de agosto la familia real japonesa se rendía oficialmente y el 14 de agosto se retransmitió la capitulación por toda la isla. Las consecuencias de la rendición fueron humillantes para Japón: admitieron cambios en su constitución, cedieron numerosos enclaves para que Estados Unidos pudiera establecer bases militares y perdieron la capacidad de tener un ejército propio. Sin embargo, permitieron que la familia imperial se mantuviera en el poder.

Y así se mantiene hasta nuestros días.

2 comentarios:

  1. Un tema complejo. Los aliados, o al menos EEUU, interceptaban las comunicaciones japonesas cuando y como querían.

    Sabían que se iban a rendir, incluso sin necesidad del desembarco, en un plazo de meses. ¿Había necesidad entonces de lanzar las bombas?

    Bueno, depende de lo estadista que fueras. Si eres un tío sentado en un buen sillón en la capital, la muerte de miles de soldados de tu bando o de tu enemigo te la sudan mientras ganes. Y EEUU iba a ganar porque todos sus esfuerzos bélicos se iban a destinar en el Pacífico después de caer Berlín.

    Y es que aquí Berlín es lo que importaba. La toma de Alemania por parte de la URSS había demostrado a los aliados occidentales que esta guerra había creado un nuevo enemigo. EEUU no pudo llevarle el ritmo a la URSS por lo que tomaron gran parte de Alemania y desembocaría posteriormente en las dos Alemanias.

    Aquí es donde entran las bombas: EEUU no podía perder el territorio ganado frente a la URSS de nuevo, tenía que dar un golpe en la mesa y llevárselo todo. Y aún así, la URSS tomó varias islas del Pacífico sin muchos problemas.

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    1. Desde luego.

      La URSS percibía como Japón caía en picado y EEUU le comía terreno en el Pacífico, así que declaró la guerra en 1945 para ver que caía al golpear la "piñata" de ojos rasgados.

      EEUU vio como entraba la URSS en el sarao del Pacífico y prefirió posar su aparato reproductor en algún escritorio (metafóricamente) lanzando los dos bombazos. ¿Que probablemente habrían metido igual de miedo a los japonenes lanzando el pepino nuclear en la bahía de Tokio? Seguro. Pero así no habrían metido ni la mitad de miedo a los rusos, que ya se estaban relamiendo con las posesiones que iban a ganar en Asia.

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