Uno de los axiomas que nos repiten a los historiadores
durante toda la carrera es que “la Historia Comienza en Sumer”. No es que haya
empezado a mezclar idiomas y que la Historia empiece en verano (a excepción de
la historia de este blog, que empezó un verano especialmente aburrido), es que
la escritura nace en Mesopotamia. Sin escritura no hay Historia, lo que hay es prehistoria.
Y a nadie le gustan un montón de
mancebos cubiertos de pieles y con nulas capacidades de expresión artística.
Allá por el 3000 a.C. (5000 años antes de la vida moderna)
Mesopotamia era un hervidero de cosas guays y tipos pintorescos. En esa zona
aparecieron las primeras sociedades estatales, entendiendo el estado como una
colaboración entre ciudadanos para crear una sociedad con roles especializados.
Quizá estoy siendo demasiado farragoso, así que lo explicare de otra forma: en
una sociedad tribal, tú podías matar a tu vecino y quedarte con sus tierras y
lo máximo que podría ocurrir es que sus familiares directos clamaran venganza.
Con la creación del estado, no sólo podías defenderte de ataques de otros
individuos sino que podían imponer castigos legales.
Pero no todo era color de rosa, porque estas sociedades eran
tremendamente supersticiosas. Los ejecutores y redactores de las leyes no eran
abogados ni nada parecido, eran sacerdotes de dioses que, digamos, no iban
sobrados ce compasión. Los dioses mesopotámicos eran implacables y crueles,
nada que ver con los dioses simpáticos de los egipcios o con los futuros dioses
griegos, llenos de defectos humanos.
Hammurabi después de haber bajado de su longboard y haber tirado el vaso del Starbucks que se acababa de beber